29 Octubre, 2014
La puna catamarqueña, la patria muda
Su mejor capital es el silencio. ¿Cómo llegar qué sitios conocer y qué precauciones tomar en este lugar extremo?

Hay un lugar en el que uno respira y siente el aire ir y venir, en un precioso vaivén. Un lugar donde el tiempo anda lento y la vicuña es dueña de las alturas. Hay un lugar con una mina de litio y una laguna naranja. Un sitio con flamencos furiosamente rosas bebiendo agua. Es un lugar con una cadena de volcanes que superan los seis mil metros de altura. Y es un sitio donde manda la altura. Es un espacio que, por sus cualidades, es único y está aquí, en la falda oeste de la provincia de Catamarca. Pasen y vean la Puna catamarqueña.
Si uno estuvo antes en la “Catamarca Verde”, sobre el sudeste provincial, con sus cerros cubiertos de frondosos bosques, ríos, lagos, cascadas y pintorescos poblados, al llegar a la puna -unos 400 kilómetros en línea recta al noroeste- siente como si cruzara un portal en el tiempo y el espacio.
Antofagasta
Antofagasta es un mundo con un mar de montañas, murallas aluvionales de viejas erupciones, dunas, inmensos cráteres, salares, desiertos negros de piedra pómez y fuertes vientos de altura, en el que también se descubren ríos poblados de peces y lagunas saladas que albergan miles de aves zancudas.
En Catamarca aseguran que este departamento es el sitio más despoblado del mundo, ya que según el censo de 2010 tiene menos de 1.500 habitantes en sus 28 mil kilómetros cuadrados, la mayoría concentrados en la cabecera departamental. El verdadero portal hacia esas fantásticas soledades es la cabecera, Antofagasta de la Sierra, a 3.440 metros sobre el nivel del mar, a la que algunos llaman “la antesala del cielo”.
Antofagasta aparece al viajero cuando la ruta provincial 43 -un camino de ripio que nace de la Ruta Nacional unos 200 kilómetros antes-, sobrepasa la última loma después del seco río Colorado. En los días nublados o polvorientos el pueblo se asemeja a los huesos diseminados en la arena de algún animal prehistórico, cuya espina dorsal sería la calle central.
Si se llega al atardecer, hay que preparar la cámara, porque a esa hora reverberan los rojos y negros de los paredones que rodean el pueblo, en contraste con el verde de sus árboles y el amarillo sulfuroso del valle que se expande hacia la cordillera, donde los conos varían sus claros y oscuros con el correr de rápidas nubes.
Antofagasta está en una depresión entre esos paredones de origen volcánico de un centenar de metros de alto, que la protegen de los vientos, y junto a un cerro que es un excelente mirador. Más adelante, el terreno es de aventura y de riesgo, algo que ya anuncia el pueblo con sus servicios limitados: no siempre tiene combustible, ni hay electricidad las 24 horas, carece de señal de celular -sólo un teléfono público- y de Internet, salvo en la hostería, la municipalidad y el hospital.
Los habitantes de este departamento viven de la ganadería caprina y cultivos andinos, como maíz, papa y quinoa, en tanto la mayoría de los vecinos del pueblo se dedica al comercio y al turismo, como guías, choferes, en gastronomía, hospedajes o venta de artesanías.
Pese a la tranquilidad andina del pueblo, en las mañanas hay una gran movilización de turistas que parten a poblar efímeramente ese desierto y practicar trekking, andinismo, enduro, cabalgatas, 4×4, safaris fotográfico o turismo arqueológico.
Dentro de unos 100 kilómetros a la redonda del pueblo se puede también visitar vestigios arqueológicos, como pinturas rupestres o pucarás -hay dos a sólo 6 kilómetros del centro- y grandes salares, como Antofalla y del Hombre Muerto. También hay volcanes al alcance de una caminata, como los Antofagasta y La Alumbrera -a 10 kilómetros-, y la gigantesca caldera del Galán, que con 42 kilómetros de diámetro es la más grande del mundo y ampara en su fondo la laguna Diamante, que es refugio de flamencos y patos.
Fuera del radio mencionado, a 133 kilómetros, está la Reserva Provincial Laguna Blanca, también colmada de esas aves y de vicuñas. Eso. Vicuñas, a las que una vez al año las capturan para esquilarles la preciada fibra con la que ellos mismos confeccionan ponchos. Y luego las sueltan, libres, en el paisaje Formaron una cooperativa de vicuñeros y esquiladores y venden o usan -la reparten en partes iguales- la fibra de la reina de la puna.
Antes de embarcarse en alguna de las propuestas, es recomendable subir al mirador del cerro y, con la pasividad de los lugareños, observar la majestuosidad de los volcanes -unos 200 en toda la puna-, salares, campos de lava y dunas de los alrededores.
Los lejanos picos de más de 5.000 metros, parecen cercanos y casi amontonados, con sus rojos, amarillos, negros, violetas, verdes y blancos, que varían con la luz y las formas de sus laderas. En medio de esta aridez, también se ven ríos correntosos con grandes truchas arco iris que tientan al pescador de altura y lagunas saladas -como la Antofagasta, vecina al pueblo- con flamencos y garzas.
La puna catamarqueña puede parecer un retorno al Génesis o un paraíso de piedras que llama a quedarse a los amantes de la aventura, el desafío y la naturaleza en su estado más primordial.
Más información:
Mauricio Pagani
Chaku Aventuras EVT Leg. 15168